Después de un viaje espacial de 2000 años de duración, tres astronautas despiertan de la hibernación cuando su nave, que acaba de estrellarse en un planeta parecido a la Tierra, empieza a hundirse en un gran lago. Tras ponerse a salvo en la orilla, deciden explorar el que será su nuevo y, según piensan, solitario hogar. Pero no están solos, pues alguien les roba los víveres y destroza sus uniformes mientras se bañaban en un río. Siguiendo el rastro de los responsables, se topan con un grupo de humanos muy similares a ellos, pero que no hablan y se comportan como animales. Y, en efecto, son animales… listos para ser cazados por los auténticos dueños del planeta.

Montados en caballos y empuñando armas de fuego, los simios irrumpen en el campo de maíz sembrando el terror entre sus presas. Sólo uno de los astronautas, el coronel George Taylor (Charlon Heston) logra sobrevivir, aunque con una herida de bala que le impide hablar y por tanto le vuelve indistinguible del resto de «bestias» capturadas y encerradas en el zoo. Desde ese instante, Taylor intentará a toda costa demostrar su inteligencia para poder alcanzar la libertad, pero el fanatismo de la sociedad primate y oscuros intereses secretos se interpondrán en su camino.
Así comienza El Planeta de los Simios (1968), una película que sin duda se ha convertido en un clásico de la ciencia ficción cuyo final sorpresa fue tan impactante que entró de lleno en la cultura popular, hasta el punto de que ya ni se molestan en ocultarlo. Las que no son tan conocidas son sus cuatro secuelas, estrenadas entre 1970 y 1973 en un claro y lógico intento por estirar el chicle e incrementar los beneficios. La rapidez con la que se rodaron, más otros problemas, hizo que todas tuvieran unos puntos de partida bastante inverosímiles y que se dieran extraños agujeros de guión, como en este ensayo me ocuparé de analizar.
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